La misión del viajero pelirrojo

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Tomó la calle larga por sus extremos, la anudó siete veces y la arrojó lejos del alcance de los hombres de aquel pueblo pelirrojo. Hecho esto, miró nuevamente el lugar que lo había albergado durante dos mil años, tomó a su mujer, montó a caballo sin cuidarse de la mucha bosta con que había ensuciado sus alpargatas y partió hacia su esperanza tardía de encontrarse con el Patrón.


Demoró en llegar lo que el destartalado auto del correo tarda en recorrer el camino que conduce al templo abandonado, por lo que lamentó haber llevado a su mujer a quien ahora debía alimentar con el escaso pan que tenía consigo. Sacudió sus alpargatas cuanto pudo para aparecerse lo más aseado posible y con el costado mas duro de su alma golpeó la pesada y herrumbrosa puerta del Lugar.


Un personaje lampiño, extremadamente delgado y con apariencia de mendigo se le apareció sin demora. El viajero quiso ingresar pero el portero se le interpuso, pidiéndole la contraseña. Entonces, sin pudor el visitante pelirrojo descubrió su pecho, dejando expuesta una herida infectada y maloliente.

“Puede ingresar –le dijo el lampiño y flaco personaje mientras le franqueaba el paso-, el Patrón va a recibirle”.

Sólo un minuto debió aguardar para que el Dueño de Casa llegara sentado en una silla de ruedas. “Ya no tengo fuerzas, ya nadie me obedece -dijo prorrumpiendo en un llanto de impotencia-, en tu pueblo nadie me recuerda y aquí mismo no se siguen mis mandatos. Procuro mi propio alimento que debo guardar secretamente para que mis súbditos no lo roben. En este siglo tú eres la primera visita que recibo y veo que estás acompañado por una dama. ¿Acaso ella también ha venido a visitarme?

El viajero no respondió. Tomó la silla de ruedas y la empujó hacia un barranco, haciéndola caer con su Ocupante por un precipicio muy profundo. Golpeado mil y una veces y destruida la silla, el Dueño de Casa murió, esparciéndose los restos de su Cuerpo entre los peñascos y las rocas de la ladera.

Sonriente ahora, el pelirrojo viajero tomó a la mujer de los hombros, la besó en una y otra mejilla y enderezó sus pasos hacia la salida. El mismo portero lo recibió, pidiéndole la contraseña para retirarse. El hombre abrió su camisa y mostró su pecho donde ya no había herida alguna. Y pudo salir y emprender el camino de regreso, para deshacer los siete lazos con que había anudado la calle larga de su pueblo.

De Último Testamento, Dermarte, Buenos Aires 2000.
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