Se fue y se llevó el viento consigo

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Cuando el viento cesaba y la quietud del aire lo inmovilizaba todo, entonces sí, podía descansar de sus fatigas. Pero eso ocurría pocas veces, porque en aquellos parajes el viento era incesante, impiadoso. Si soplaba desde el interior de los campos su sombra se extendía sobre la playa, hacia el mar. Y cuanto más fuerte soplaba el viento tanto más larga era su sombra. En cambio, si el viento venía desde el mar, entonces su sombra se perfilaba en los campos yermos. El viento templado del norte arrastraba su sombra hacia el sur, y así, siguiendo los caprichos del aire, él tenía que soportar sobre sus piernas la fuerza de esa sombra que por momentos quería desprenderse y volar por sus fueros.

Por eso, en los raros días de calma él y su sombra eran uno. Sólo él era visible, su sombra no. Esta parecía haberse metido en las entrañas del hombre para darle un poco de sosiego, un tiempo de descanso.

Al mediodía, por ejemplo, cuando las gentes deambulaban pisando la mísera sombra que había bajo su carnadura, él andaba con su umbrosa compañera ora a izquierda, ora a derecha, atrás o adelante, más o menos luenga, según fuera la dirección y la fuerza del viento. Y en las pocas tardes de calma chicha, cuando todos proyectaban en el suelo unas sombras de parecida longitud, semejando un universo de seres paralelos, él andaba solo, quizá con la sombra metida en su pellejo, quizá sin ella, no lo sé.

Un día, no hace muchos meses, partió con rumbo desconocido. A nadie dijo por qué partía de ese suelo que le había visto nacer y crecer, no dijo a dónde iba, tampoco si regresaría. Simplemente partió, quizá en la oscuridad de la noche para que no lo vieran. Y desde entonces ningún viento sopla en esos parajes, ni la más breve brisa acaricia los rostros de sus habitantes. Él se fue y se llevó el viento consigo. También, seguramente, su sombra.