De Nigeria a los adoquines de San Telmo

Homenaje a Aduke Balewari

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

El tum tum de los tambores

Ningún hombre debiera partir sin antes haber estado en el desierto, solo, andando con sus pies y arrastrando tras de sí la angustia de ignorar qué hay más allá del horizonte. No debiera irse sin sospechar qué cosa le espera allá, adonde va y de donde no regresará. Sin ver el amanecer sobre la arena y sobre la arena ver el ocaso, sin saber que nadie le espera, que su voz no es escuchada, que su corazón late para sí, sólo para sí, y que sus anhelos ya le han abandonado en la jornada anterior. No debiera un hombre partir sin antes haber estado en el desierto.

El mar es otro porque no puedes recorrerlo con tus pies, porque se mueve, porque tiene vida en su adentro. Es otro porque te moja, no te mata como el desierto hostil. El bosque, en su fervor vegetal, puede abrigarte y darte comida, puede ofrecerte reparo a su sombra y lecho en su hojarasca. Y la montaña esconde una esperanza detrás de cada cima, te ofrece el agua fresca del arroyo que hiere su quebrada y la ilusión de aproximarte a Dios cuando alcanzas la cumbre.

El mar, el bosque y la montaña son de la vida. El desierto no. El desierto es como la tumba que va a guardar tus restos hasta que seas arena. Semeja el lugar de donde viniste y también el lugar adonde irás. Los tiempos de tu antes y tu después son tantos como los granos de arena del desierto; por eso debes conocerlo antes de partir, para que desde tu ahora conozcas tu siempre y para que en ese conocimiento busques una grieta, una fisura por donde escurrirte y volver cuando los tambores anuncien la luz que ilumina el día.

No partas sin antes conocer el desierto. Tampoco sin antes oír el tum tum de los tambores que anuncian el alba.


Visité la luna en un día de otoño


Con el alma a cuestas y los ojos abiertos recorrí caminos polvorientos, junté flores de plata, miré mis manos y mis pies descalzos, alcé mi copa y cuando estaba por beber me detuvo tu voz. No bebas, me dijiste, porque ésta no es tu casa. Los extranjeros que moran este suelo no te dan de su vino. No enciendas hogueras, no edifiques ni levantes tus sueños porque aquí los tambores no baten sus parches y las muchachas danzan en otras latitudes. Y aunque fue sabia tu advertencia no quise oírla. Y bebí de la copa y fue acre el vino, y cuantas veces levanté mi casa cayeron sus paredes, y las hogueras se apagaron sin consumir los leños, y mis sueños mudaron en lágrimas. Las flores de plata no pude anudarlas a mi guirnalda y mis pies sangraron, heridos por las piedras de los caminos que recorro todavía.

Tu voz me advierte aún y no quiero oírla. Quiero caminar los senderos de la luna, resucitar mis sueños, alumbrar los sitios oscuros de mi alma. Quiero ser dueño de mi vida porque otro es el dueño de mi muerte. Y si vienes a decirme que otra vez los guijarros lastimarán mis pies y que el hambre devorará mi vientre, vete entonces. Que tu sabiduría acompañe a los sensatos, a los que con paciencia esperan el fruto de sus mieses. Regresa al terruño, adora a tus dioses y baila tu danza ritual.

Yo regresaré cuando encuentre el fuego que encienda mi antorcha y seré uno contigo. Entretanto, dile a los tambores, a las montañas, a los prados, al viento, dile a todos que Aduke Balewari está peregrinando más allá de los bosques y de los mares, aún más allá de los cielos. Diles que regresará un día y que levantará su casa cerca de Abuja.

Déjame cargar mi alma a cuestas, fatigar los caminos polvorientos, recoger flores de plata, no importa si se marchitan. Déjame levantar mi copa, sé que algún día me embriagará su vino. Déjame mirar el cielo con mis ojos, medir las distancias con mis pasos. Que cada soledad me acompañe, que cada fatiga encuentre su reposo. ¿No me enseñaste eso en tu regazo?


En esa jornada se ausentó el sol

Quizá era una conspiración, quizá una travesura o un equívoco inexplicable, no lo sé. Pero ese día se ausentó el sol y el cielo negro permaneció sobre la tierra y porfiadamente siguió cubriendo los prados y las montañas, los bosques y las arenas del desierto. Las aves no salieron de sus nidos, las fieras no alardearon en sus cacerías y las flores ignoraron sus colores. También se ausentó la luna y sólo las estrellas ornaron el manto oscuro del cielo. Los hombres y las mujeres salieron de sus casas y batieron los parches de sus tambores y danzaron y arrojaron sobre sus cuerpos el polvo que ese día no amasaron los alfareros. Pero fue en vano. Ningún fervor, ninguna exhortación ni rito fue bastante para convocar al ausente.

Dejé mi casa para ir a la plaza. Ahí no había nadie. Miré el cielo nigeriano, miré las estrellas que lo habitan, infinitamente las miré examinándolas una a una hasta fatigar mis ojos, hasta que mis ojos también se ausentaron. Escruté mis adentros, volví a mi niñez, a mis anhelos, a los sueños ya olvidados y a los que aún me alientan. Busqué mi copa y mi tambor y, felizmente, los hallé.

Miré el cielo, luego mis manos. Noche, siempre noche. Y ya no pude más soportar y grité hasta desgarrar mi garganta, hasta agotar mi voz y mis fuerzas y caer de rodillas sobre la tierra seca. Grité convocando a los dioses y a los espíritus de mis ancestros y al sol y al fuego. Nadie acudió.

Entonces comprendí. Recogí mi copa y mi tambor y partí regando con lágrimas el sendero que dejaba a mis espaldas. Sentí hambre, sed y desesperanza al recorrer los caminos. Y al fin llegué hasta aquí para beber contigo de mi copa, para batir mi parche en tu casa, para que me oigas cantar mis canciones y reír mi risa, para que me veas agitar mis alas, para que leas mis versos y yo los tuyos.

Quizá juntos podamos convocar al sol ausente


Desafiando al espejo

Miro mis manos vueltas hacia arriba, luego hacia abajo; miro mis pies, mi rostro en la claridad del estanque, mis ojos. Las formas simétricas con que fui amasado ¿a qué se deben? ¿Por qué el Alfarero que amasó el barro de mi hechura me esculpió así? ¿O acaso me hizo diferente y luego, cuando creyó que la obra era conclusa, quiso el azar mostrarla en un espejo?

Dijiste cierta vez, amigo distante, que tu Caperucita cruzó el río para buscarse en el espejo que duplica las cosas. ¿Será así como dijiste? Mis manos, mis pies, toda mi figura dice que sí. Pero los fantasmas que me habitan, esos que pueblan mis adentros en el sueño y en la vigilia, en la guerra y en el sosiego, en el hambre y en la hartura, esos fantasmas no obedecen a la porfía del espejo: a cada si dicen un no, a cada esperanza oponen un desencanto, esos fantasmas confían el niño al tibio regazo de su madre y, a un tiempo, visten al muerto con el manto blanco de la partida.

Consagraste a tu hijo con el nombre de tu padre: Heráclito le llamaste, y así desafiaste el misterio del espejo. Lo que es no es, dijiste. No proclamaste el revés, no, anunciaste el opósito, la guerra, el fuego cambiante, el río que discurre. Y curiosamente los hiciste uno en el nombre de tu padre, en el nombre de tu hijo. Creo que no te hubiera amado Heráclito, quizá sí Jacinto.

Otra vez miro mis manos y mis pies y mi cuerpo todo y ahora comprendo su simetría, su engañosa duplicidad, su copia vana. Ellos no son como el fuego que se enciende y apaga medidamente, no son como la guerra que estalla y se sosiega y vuelve a estallar... y siempre está ahí, como el río que discurre. Soy leño en el fuego, soy un estertor en la guerra, una gota en el inagotable caudal de la vida. Por eso soy y no soy y no debo conjugar el verbo.


Traje mis sueños en la maleta, pero dejé mi corazón ahí, en Abuja

Desembarqué en tierras blancas pobladas por hombres blancos, con lenguas y costumbres blancas. Recorrí las calles de la ciudad, tan grande como no había visto en mi tierra de colores ocres y verdes y amarillos; recorrí las calles grises y vi rostros tristes caídos sobre pechos abrumados por el peso del cielo. Caminé sin destino y sentí hambre y frío y pasé las noches en las plazas y en las estaciones, castigado por la mirada de los hombres blancos.

Luego dí mis brazos negros para levantar paredes blancas y dolorosamente gané mi pan y mi abrigo. Los libros regresaron a mis manos y mi lápiz se prodigó en letras para levantar castillos de esperanza. Y entonces sí, montado en mis anhelos y en la lengua de los españoles comencé a transitar los caminos del mundo, a dibujar perfiles, a entretejer adentros, a construir historias. Los fantasmas que me habitan hallaron la puerta y ahora visitan las casas de mis otros hermanos, los que visten otro color de piel, pálida, fría, algunas veces fraterna. Algunas veces no veo la distancia: las mismas risas, los mismos pesares, los sueños compartidos. Algunas veces no veo la diferencia, salvo en el tum tum de los tambores.

Desembarqué en estas tierras sin abandonar mi Nigeria negra, llegué con mis sueños y mis ansias pero dejé mi corazón ahí, en Abuja, custodiado por mis hermanos, abrigado en el pecho de la muchacha que quizá me espera todavía, palpitando al ritmo de esos tambores. ¿Qué me trajo a tus tierras, hermano blanco? ¿Qué me alejó de tu calor, mi continente negro? ¿Encontraré lo que busco? ¿Regresaré al terruño? ¿O lo que anhelo está conmigo, oculto en un pliegue de mi alma? ¿De qué lado de la vida se esconde el sosiego, la hartura del alma, el silencio? Mañana alumbraré mis dudas y hallaré lo que busco, lo sé. ¿Pero cuándo es mañana?


Yo te estaré esperando. Espérame tú también

Cuando leas estás líneas estaré lejos de ti, lector; de regreso en mi tierra, en el suelo que me vio nacer. Estaré rodeado de mis afectos de siempre, hablando otra vez mi lengua, recordándote y recordándome junto a ti caminando por las calles de San Telmo viejo; lejos de mi frío cuarto de hotel, pero también de los cálidos bares porteños.

Durante algunos años compartí la vida contigo, sentí tu afecto y tu desdén, el frío y el hambre, pero también el calor y la hartura. Sentí las cosas de tu tierra y de tu gente; me sentí arropado y desnudo, como tú. Y porque fui uno más en tu casa debo decirte gracias.

Mi tierra y mi gente me impondrán rigores, como lo hiciste tú, me ofrecerán alegrías como también tú me las ofreciste. La vida es una aquí y allá y en vano buscamos diferencias fatigando otras tierras y mirando otros rostros, porque lo que buscamos no está ahí adonde no alcanzamos, sino adentro, en el suelo fértil de nuestras almas. Si tú y yo buscamos con el corazón caliente y las manos abiertas, si nos miramos y descubrimos por fin que una es nuestra madre, la vida, entonces podremos compartir el pan y la alegría y las canciones y también los rigores cuando sea su hora. Este es el anhelo que quiero compartir contigo ahora, ya lejos de tu tierra.

Te estaré esperando. Espérame tú también.