Café-Bar

Eduardo Dermardirossian
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Primera jornada

Primer Cafecito

Me dijeron que juega a los dados con las galaxias y las constelaciones. Que las arroja aquí y allá y luego se retira sin importarle el resultado.

Me dijeron -no me consta- que sus partidas, siempre en solitario, suelen durar millones de años luz y que el espacio de sus divertimentos se extiende más allá del lugar que llaman infinito. Y he sabido, porque también me fue dicho, que le gustan los juegos donde el oponente que es vencido muere al final de la partida. Que su maestría no conoce rival digno y que los despojos de los vencidos son destinados a edificar su templo, siempre inconcluso.

Y reflexionando sobre este asunto tuve curiosidad por conocerlo, por ver el espacio de sus juegos, conocer cuán veloz es en las partidas y saber por qué edifica un templo con despojos de vencidos. Tuve curiosidad por el asunto y creí que podría serle útil mi consejo.

Apronté mi equipaje para emprender el viaje y fui sorprendido por su emisario que me entregó el pasaje. Pero con otro destino.

Yo no había jugado, pero partía.
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Segundo Cafecito

No nos miramos durante el viaje, no intercambiamos palabras. Absorto en mis disquisiciones acerca de cómo sería aquel lugar, no advertí que acabábamos de trasponer una puerta pesada y herrumbrosa a cuyos lados, abandonados en el suelo, yacían incensarios malogrados por el desuso.

Por fin arribamos al templo, inconcluso como te dije, desde cuyo interior se dejaban oír plegarias inentendibles recitadas como letanías que traían a mi memoria hechos no vividos todavía. Y vi el altar. Y vi también que tras él, un poco más alto que su mesa, en un copón antiguo, quizás tanto como la edad del universo, giraban las estrellas y las constelaciones y el incomprensible infinito. También me vi a mí mismo adentro de la copa. Y vi que un soplo fuerte como corceles desbocados volteó la copa y derramó su contenido. Las estrellas y los soles y el infinito todo se derramaron en el lodo. Rodé también yo y al levantar mis ojos vi que no veía.

Entonces, un tropel de unicornios inició un rito extraño a mi alrededor, levantando polvaredas con las cenizas que los muertos habían devuelto a la tierra.
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Segunda jornada

Primer cafecito

Y cuando descendiendo lentamente como en un tiempo sin tiempo el polvo regresó al suelo seco y duro de aquel lugar, cegando mis ojos y cubriendo mis cabellos y mi ropa, oí un murmullo que partía de adentro de una caverna y se elevaba en la atmósfera irrespirable, perdiéndose luego devorado por el silencio.

Más tarde lavé mis ojos con la lluvia azul que caía copiosamente, mojando ese extraño paraje. Lavé mis ojos, sí, pero otra vez vi que no veía. Y luego, cuando esa lluvia me mojó por entero y comenzaban a anegarse los caminos, perdí el oído y el gusto y el olfato también. Y cuando pude andar unos pasos por el camino enlodado ya no sentí mis ropas. No sentí mi cuerpo. Por fin sentí que no sentía, que era el vacío, el sin sentido, la ausencia sin el ausente. Ni aquí ni allá. No el orden, ni siquiera el caos. Y ya no fue la palabra...
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Segundo Cafecito

Fatigué las calles angostas durante un tiempo que no puedo precisar. Vi transitar a hombres y mujeres en direcciones contrarias, unos apurando el paso, otros lentamente, balanceando su cuerpo a uno y otro lado, caminando sin rumbo, sin destino. A estos últimos seguí. Y cuando hubimos arribado a algún sitio, juntos todos y sin mirarnos, nos dejamos caer sobre el piso de cemento que cedió a nuestro peso. Y nos hundimos, nos hundimos cada vez más hasta quedar sepultados bajo la tierra, unos junto a otros, tomados todos de la mano y con sendas cintas rojas anudadas a nuestros cuellos. No sé si era ornamento, no sé si era el instrumento, pero poco después alcé mi mano. La alcé tan alto que emergió del suelo y sentí un calor que quemaba mi piel. ¡Nooo....! Y preferí el entierro y el cordel rojo en torno de mi cuello. Busqué una pluma, busqué dónde escribir y no lo hallé.

Y vino alguien, recogió lo que quedaba y lo puso sobre el muro, siempre inconcluso.

La oración*

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Era un devoto hombre de oración que peregrinaba de lugar en lugar para predicar la verdad que le había sido revelada. Fatigosamente recorría los senderos para decir la palabra de Dios a quien quisiera oírle. El hambre y el viento helado, las laceraciones de sus pies descalzos y el desdén de los incrédulos no hacían mella en su espíritu. Sabía que su misión era llevar el mensaje del Supremo para redimir a los hombres. Y el suyo era el único mensaje, su fe, la única verdadera.

Cierta vez, habiendo llegado hasta la ribera de un río, vio a un niño dando vueltas de carnero continuamente. Se detuvo a observarlo largo tiempo, y como el niño no cesaba de dar vueltas, le preguntó qué hacía.

-Estoy orando- fue la respuesta.

El devoto hombre de Dios quedó sorprendido. ¿Cómo podía alguien orar de tal manera? ¿Acaso no había sido instruido acerca de cómo hablar con el Supremo? El pobre niño debía ser aleccionado y para eso la providencia lo había puesto en su camino.

Y así es como ganando primero la simpatía del pequeño, trabajosamente logró enseñarle la oración ritual de los hombres de fe. La oración fue repetida para que el niño la recordara, y sólo cuando al caminante le pareció que el nuevo fiel ya no la olvidaría, dijo su bendición y partió.

Se hallaba a bordo de su barca en medio del río, cuando el peregrino oyó que alguien le llamaba a viva voz. Miró a sus espaldas y vio que el niño corría a su encuentro, pisando sobre las aguas sin mojar sus pies.

-Maestro, perdón por mi torpeza, pero olvidé el segundo párrafo de la oración. Por favor, ¿quieres repetírmelo?

Luego de observar conmovido la escena, el caminante comprendió.

-Ve hijo, y haz tus oraciones del modo que sabes. Ve hijo, Dios está contigo.

* Este cuento, que publiqué en mi libro “Ultimo Testamento”, me fue relatado por un amigo –hombre de fe- en su lecho de muerte, tras despedir a un ministro de otra religión que lo había visitado para procurar la salvación de su alma. Por eso tiene un sentido muy particular, sobre todo si se toma en cuenta que mi amigo era un hombre formado en la cultura medio-oriental.

Hojas caídas de mi diario

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

En la noche del 14 de diciembre de 2001

Me apresuro a anotar este sueño para no extraviarlo en el basurero de la amnesia y para mirar a través de él la estatura de mis experiencias no buscadas. Después de todo ¿quién sino yo puede mirar con reverencia estas cosas?

Era un lugar abierto, con pocas construcciones y grandes superficies para el recreo. Las gentes deambulaban de un sitio a otro, reuniéndose aquí y allá. Muchos habían acudido, al punto de incomodarse unos a otros. Las actividades se sucedían y los paseantes mudaban incesantemente de lugar, hasta que en un sitio apartado se congregó la gente. Ignoro exactamente qué ocurría, pero ahí estábamos muchos hombres y mujeres. Entre tantos, había una muchacha de la que yo estaba enamorado y que otrora había correspondido a mis solicitudes, pero ya no; ahora ella acompañaba a otro hombre y yo estaba acongojado por eso. Ella hablaba con él y desdeñaba mi presencia, desdeñaba mi dolor que sabía grande. Y yo padecía ese desdén.

Mientras ella se regodeaba en abrazos y arrumacos con el otro, yo penaba y cada pena agregaba una espina sobre el tronco grande y verde de un palo borracho. Eran tantas las espinas cuantas eran mis penas. Y así es como el tronco se pobló de espinas, a cuál más grande y aguda. Y hete aquí que ese tronco era también un asiento, un banco. Pero una particularidad más tenía el árbol-asiento: por alguna circunstancia que desconozco, la disposición de sus espinas permitía ver cuál era mi pesar, la razón de mi desdicha, el tamaño de mi padecimiento, tal que la mujer que ahora me desdeñaba, su nuevo compañero y otros del público podían conocer mis adentros. Fue por eso que antes de retirarme del lugar arrojé sobre el tronco un puñado de espinas, para que adhiriéndose a él pudieran disimular mi pena y resguardar mi pudor.

Y cuando ya todo había concluido y me retiraba del lugar, oía tras de mí la voz de ella que le decía palabras de amor a él. Luego el sueño se fue esfumando y otro sueño vino a ocupar su lugar. De éste sueño no guardo memoria.


Anotación al 7 de enero de 2002

Los niños de mis años niños hablábamos del misterio de los astros. Mirábamos el cielo en las noches estrelladas de luna ausente. Perplejas nuestras almas todavía blancas, nos preguntábamos sobre el infinito, nos afanábamos por asir las distancias con nuestras miradas. Yo sentía (ahora lo comprendo) que al mirar hacia el infinito universo también quería explorar lo infinitesimal, lo ínfimo. Lo uno era mirar hacia afuera, lo otro, hacia adentro. Y ahí, en un cierto punto, en el lugar del equilibrio, estábamos yo y mi presuntuosidad humana.

He llegado a creer que yo era Dios y que si cerraba mis ojos las cosas dejaban de existir. Sin mí no existiría el cosmos, el orden, la conciencia. Cuando la vida me cerrara sus puertas, se aniquilaría el todo, sería la nada. Solipsismo le dicen los versados.

Recuerdo que tales inquisiciones azuzaban mi mente niña. Aún más: yo no podía aceptar el uno, la unidad, el sitio adonde la búsqueda encuentra su fin, su indivisión y su razón; siempre podía dividirse lo que creía uno. Los genes de Leucipo me poblaban.

En cuanto a las indagaciones sobre el tiempo, esas no ocupaban mi mente. Entonces yo no tenía presciencia de la muerte.


Fuga y regreso en la noche del 24 de julio de 2002

Se enrolló sobre la rama verde como si lo hiciera sobre sí misma y pronto las estrellas comenzaron a estallar aquí y allá. Unas veces se apagaban éstas para que estallaran aquellas, otras, estallaban todas a un tiempo. En un acto múltiple se manifestaba toda la vida, toda la energía del caos elemental.

Luego las estrellas fueron chispas que saltaron desde el centro hacia afuera, y fueron también perlas que nacieron porque sí y describieron espirales hasta girar en órbitas.

Más tarde se ocultaron las estrellas y se apagaron las chispas, las perlas abandonaron sus órbitas y lentamente se congregaron en el centro.

Y ella permaneció ahí, enrollada sobre su rama, sobre sí misma, sobre la quietud del sueño. Y el universo lentamente recobró su orden y las esferas celestes volvieron a su derrota, a deslizarse por las huellas trazadas por el Uno.

De Nigeria a los adoquines de San Telmo

Homenaje a Aduke Balewari

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

El tum tum de los tambores

Ningún hombre debiera partir sin antes haber estado en el desierto, solo, andando con sus pies y arrastrando tras de sí la angustia de ignorar qué hay más allá del horizonte. No debiera irse sin sospechar qué cosa le espera allá, adonde va y de donde no regresará. Sin ver el amanecer sobre la arena y sobre la arena ver el ocaso, sin saber que nadie le espera, que su voz no es escuchada, que su corazón late para sí, sólo para sí, y que sus anhelos ya le han abandonado en la jornada anterior. No debiera un hombre partir sin antes haber estado en el desierto.

El mar es otro porque no puedes recorrerlo con tus pies, porque se mueve, porque tiene vida en su adentro. Es otro porque te moja, no te mata como el desierto hostil. El bosque, en su fervor vegetal, puede abrigarte y darte comida, puede ofrecerte reparo a su sombra y lecho en su hojarasca. Y la montaña esconde una esperanza detrás de cada cima, te ofrece el agua fresca del arroyo que hiere su quebrada y la ilusión de aproximarte a Dios cuando alcanzas la cumbre.

El mar, el bosque y la montaña son de la vida. El desierto no. El desierto es como la tumba que va a guardar tus restos hasta que seas arena. Semeja el lugar de donde viniste y también el lugar adonde irás. Los tiempos de tu antes y tu después son tantos como los granos de arena del desierto; por eso debes conocerlo antes de partir, para que desde tu ahora conozcas tu siempre y para que en ese conocimiento busques una grieta, una fisura por donde escurrirte y volver cuando los tambores anuncien la luz que ilumina el día.

No partas sin antes conocer el desierto. Tampoco sin antes oír el tum tum de los tambores que anuncian el alba.


Visité la luna en un día de otoño


Con el alma a cuestas y los ojos abiertos recorrí caminos polvorientos, junté flores de plata, miré mis manos y mis pies descalzos, alcé mi copa y cuando estaba por beber me detuvo tu voz. No bebas, me dijiste, porque ésta no es tu casa. Los extranjeros que moran este suelo no te dan de su vino. No enciendas hogueras, no edifiques ni levantes tus sueños porque aquí los tambores no baten sus parches y las muchachas danzan en otras latitudes. Y aunque fue sabia tu advertencia no quise oírla. Y bebí de la copa y fue acre el vino, y cuantas veces levanté mi casa cayeron sus paredes, y las hogueras se apagaron sin consumir los leños, y mis sueños mudaron en lágrimas. Las flores de plata no pude anudarlas a mi guirnalda y mis pies sangraron, heridos por las piedras de los caminos que recorro todavía.

Tu voz me advierte aún y no quiero oírla. Quiero caminar los senderos de la luna, resucitar mis sueños, alumbrar los sitios oscuros de mi alma. Quiero ser dueño de mi vida porque otro es el dueño de mi muerte. Y si vienes a decirme que otra vez los guijarros lastimarán mis pies y que el hambre devorará mi vientre, vete entonces. Que tu sabiduría acompañe a los sensatos, a los que con paciencia esperan el fruto de sus mieses. Regresa al terruño, adora a tus dioses y baila tu danza ritual.

Yo regresaré cuando encuentre el fuego que encienda mi antorcha y seré uno contigo. Entretanto, dile a los tambores, a las montañas, a los prados, al viento, dile a todos que Aduke Balewari está peregrinando más allá de los bosques y de los mares, aún más allá de los cielos. Diles que regresará un día y que levantará su casa cerca de Abuja.

Déjame cargar mi alma a cuestas, fatigar los caminos polvorientos, recoger flores de plata, no importa si se marchitan. Déjame levantar mi copa, sé que algún día me embriagará su vino. Déjame mirar el cielo con mis ojos, medir las distancias con mis pasos. Que cada soledad me acompañe, que cada fatiga encuentre su reposo. ¿No me enseñaste eso en tu regazo?


En esa jornada se ausentó el sol

Quizá era una conspiración, quizá una travesura o un equívoco inexplicable, no lo sé. Pero ese día se ausentó el sol y el cielo negro permaneció sobre la tierra y porfiadamente siguió cubriendo los prados y las montañas, los bosques y las arenas del desierto. Las aves no salieron de sus nidos, las fieras no alardearon en sus cacerías y las flores ignoraron sus colores. También se ausentó la luna y sólo las estrellas ornaron el manto oscuro del cielo. Los hombres y las mujeres salieron de sus casas y batieron los parches de sus tambores y danzaron y arrojaron sobre sus cuerpos el polvo que ese día no amasaron los alfareros. Pero fue en vano. Ningún fervor, ninguna exhortación ni rito fue bastante para convocar al ausente.

Dejé mi casa para ir a la plaza. Ahí no había nadie. Miré el cielo nigeriano, miré las estrellas que lo habitan, infinitamente las miré examinándolas una a una hasta fatigar mis ojos, hasta que mis ojos también se ausentaron. Escruté mis adentros, volví a mi niñez, a mis anhelos, a los sueños ya olvidados y a los que aún me alientan. Busqué mi copa y mi tambor y, felizmente, los hallé.

Miré el cielo, luego mis manos. Noche, siempre noche. Y ya no pude más soportar y grité hasta desgarrar mi garganta, hasta agotar mi voz y mis fuerzas y caer de rodillas sobre la tierra seca. Grité convocando a los dioses y a los espíritus de mis ancestros y al sol y al fuego. Nadie acudió.

Entonces comprendí. Recogí mi copa y mi tambor y partí regando con lágrimas el sendero que dejaba a mis espaldas. Sentí hambre, sed y desesperanza al recorrer los caminos. Y al fin llegué hasta aquí para beber contigo de mi copa, para batir mi parche en tu casa, para que me oigas cantar mis canciones y reír mi risa, para que me veas agitar mis alas, para que leas mis versos y yo los tuyos.

Quizá juntos podamos convocar al sol ausente


Desafiando al espejo

Miro mis manos vueltas hacia arriba, luego hacia abajo; miro mis pies, mi rostro en la claridad del estanque, mis ojos. Las formas simétricas con que fui amasado ¿a qué se deben? ¿Por qué el Alfarero que amasó el barro de mi hechura me esculpió así? ¿O acaso me hizo diferente y luego, cuando creyó que la obra era conclusa, quiso el azar mostrarla en un espejo?

Dijiste cierta vez, amigo distante, que tu Caperucita cruzó el río para buscarse en el espejo que duplica las cosas. ¿Será así como dijiste? Mis manos, mis pies, toda mi figura dice que sí. Pero los fantasmas que me habitan, esos que pueblan mis adentros en el sueño y en la vigilia, en la guerra y en el sosiego, en el hambre y en la hartura, esos fantasmas no obedecen a la porfía del espejo: a cada si dicen un no, a cada esperanza oponen un desencanto, esos fantasmas confían el niño al tibio regazo de su madre y, a un tiempo, visten al muerto con el manto blanco de la partida.

Consagraste a tu hijo con el nombre de tu padre: Heráclito le llamaste, y así desafiaste el misterio del espejo. Lo que es no es, dijiste. No proclamaste el revés, no, anunciaste el opósito, la guerra, el fuego cambiante, el río que discurre. Y curiosamente los hiciste uno en el nombre de tu padre, en el nombre de tu hijo. Creo que no te hubiera amado Heráclito, quizá sí Jacinto.

Otra vez miro mis manos y mis pies y mi cuerpo todo y ahora comprendo su simetría, su engañosa duplicidad, su copia vana. Ellos no son como el fuego que se enciende y apaga medidamente, no son como la guerra que estalla y se sosiega y vuelve a estallar... y siempre está ahí, como el río que discurre. Soy leño en el fuego, soy un estertor en la guerra, una gota en el inagotable caudal de la vida. Por eso soy y no soy y no debo conjugar el verbo.


Traje mis sueños en la maleta, pero dejé mi corazón ahí, en Abuja

Desembarqué en tierras blancas pobladas por hombres blancos, con lenguas y costumbres blancas. Recorrí las calles de la ciudad, tan grande como no había visto en mi tierra de colores ocres y verdes y amarillos; recorrí las calles grises y vi rostros tristes caídos sobre pechos abrumados por el peso del cielo. Caminé sin destino y sentí hambre y frío y pasé las noches en las plazas y en las estaciones, castigado por la mirada de los hombres blancos.

Luego dí mis brazos negros para levantar paredes blancas y dolorosamente gané mi pan y mi abrigo. Los libros regresaron a mis manos y mi lápiz se prodigó en letras para levantar castillos de esperanza. Y entonces sí, montado en mis anhelos y en la lengua de los españoles comencé a transitar los caminos del mundo, a dibujar perfiles, a entretejer adentros, a construir historias. Los fantasmas que me habitan hallaron la puerta y ahora visitan las casas de mis otros hermanos, los que visten otro color de piel, pálida, fría, algunas veces fraterna. Algunas veces no veo la distancia: las mismas risas, los mismos pesares, los sueños compartidos. Algunas veces no veo la diferencia, salvo en el tum tum de los tambores.

Desembarqué en estas tierras sin abandonar mi Nigeria negra, llegué con mis sueños y mis ansias pero dejé mi corazón ahí, en Abuja, custodiado por mis hermanos, abrigado en el pecho de la muchacha que quizá me espera todavía, palpitando al ritmo de esos tambores. ¿Qué me trajo a tus tierras, hermano blanco? ¿Qué me alejó de tu calor, mi continente negro? ¿Encontraré lo que busco? ¿Regresaré al terruño? ¿O lo que anhelo está conmigo, oculto en un pliegue de mi alma? ¿De qué lado de la vida se esconde el sosiego, la hartura del alma, el silencio? Mañana alumbraré mis dudas y hallaré lo que busco, lo sé. ¿Pero cuándo es mañana?


Yo te estaré esperando. Espérame tú también

Cuando leas estás líneas estaré lejos de ti, lector; de regreso en mi tierra, en el suelo que me vio nacer. Estaré rodeado de mis afectos de siempre, hablando otra vez mi lengua, recordándote y recordándome junto a ti caminando por las calles de San Telmo viejo; lejos de mi frío cuarto de hotel, pero también de los cálidos bares porteños.

Durante algunos años compartí la vida contigo, sentí tu afecto y tu desdén, el frío y el hambre, pero también el calor y la hartura. Sentí las cosas de tu tierra y de tu gente; me sentí arropado y desnudo, como tú. Y porque fui uno más en tu casa debo decirte gracias.

Mi tierra y mi gente me impondrán rigores, como lo hiciste tú, me ofrecerán alegrías como también tú me las ofreciste. La vida es una aquí y allá y en vano buscamos diferencias fatigando otras tierras y mirando otros rostros, porque lo que buscamos no está ahí adonde no alcanzamos, sino adentro, en el suelo fértil de nuestras almas. Si tú y yo buscamos con el corazón caliente y las manos abiertas, si nos miramos y descubrimos por fin que una es nuestra madre, la vida, entonces podremos compartir el pan y la alegría y las canciones y también los rigores cuando sea su hora. Este es el anhelo que quiero compartir contigo ahora, ya lejos de tu tierra.

Te estaré esperando. Espérame tú también.

Se fue y se llevó el viento consigo

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Cuando el viento cesaba y la quietud del aire lo inmovilizaba todo, entonces sí, podía descansar de sus fatigas. Pero eso ocurría pocas veces, porque en aquellos parajes el viento era incesante, impiadoso. Si soplaba desde el interior de los campos su sombra se extendía sobre la playa, hacia el mar. Y cuanto más fuerte soplaba el viento tanto más larga era su sombra. En cambio, si el viento venía desde el mar, entonces su sombra se perfilaba en los campos yermos. El viento templado del norte arrastraba su sombra hacia el sur, y así, siguiendo los caprichos del aire, él tenía que soportar sobre sus piernas la fuerza de esa sombra que por momentos quería desprenderse y volar por sus fueros.

Por eso, en los raros días de calma él y su sombra eran uno. Sólo él era visible, su sombra no. Esta parecía haberse metido en las entrañas del hombre para darle un poco de sosiego, un tiempo de descanso.

Al mediodía, por ejemplo, cuando las gentes deambulaban pisando la mísera sombra que había bajo su carnadura, él andaba con su umbrosa compañera ora a izquierda, ora a derecha, atrás o adelante, más o menos luenga, según fuera la dirección y la fuerza del viento. Y en las pocas tardes de calma chicha, cuando todos proyectaban en el suelo unas sombras de parecida longitud, semejando un universo de seres paralelos, él andaba solo, quizá con la sombra metida en su pellejo, quizá sin ella, no lo sé.

Un día, no hace muchos meses, partió con rumbo desconocido. A nadie dijo por qué partía de ese suelo que le había visto nacer y crecer, no dijo a dónde iba, tampoco si regresaría. Simplemente partió, quizá en la oscuridad de la noche para que no lo vieran. Y desde entonces ningún viento sopla en esos parajes, ni la más breve brisa acaricia los rostros de sus habitantes. Él se fue y se llevó el viento consigo. También, seguramente, su sombra.

¿A quién asesinaste, mujer?

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Es un cuadro habitado por dos hombres que caminan por un prado soleado, en cuyo fondo ves unas casitas con tejados rojos. Pintado al óleo y sin firma de autor, está colgado en mi cuarto, en la pared que enfrenta la ventana.

Uno de los hombres, el de la derecha, permanece siempre ahí, inmóvil, mudo, con expresión reflexiva, tal como lo pintó su autor. El otro, de rostro severo y ataviado con un abrigo azul, va y viene, unas veces lo veo en el cuadro junto a su compañero, otras veces no.

Suelo mirar el cuadro cuando permanezco en mi cuarto leyendo, escribiendo o simplemente sentado junto a mi perro, fumando. Y tal como te digo, algunas veces veo al del abrigo azul y otras veces no. El otro está ahí sin faltar nunca. Los miro y me pregunto cuál de los dos cumple el deseo del pintor, el que se queda o el que a veces se ausenta. No lo sé.

Pero sé (y no me preguntes, lector, cómo lo sé) que el que se queda siempre ahí piensa, siente, tiene ensoñaciones y anhelos que guarda para sí. A nadie le cuenta qué cosas pueblan su mente, qué deseos habitan su corazón, qué anhelos dan alas a sus sueños; en su silencio y parquedad hay algo inquietante, tanto como en el ir y venir de su compañero. Y algo más sé. Sé que él jamás piensa ni siente cuando su compañero lo acompaña, jamás. Su corazón late y su mente trabaja sólo en ausencia del otro.

El del abrigo azul (también lo sé de cierto) no tiene pensamientos, no está habitado por anhelos ni sentires. Él sólo deambula. Ahora está en la tela con su carnadura de óleos; luego, quizá, estará ausente, habrá partido hacia un lugar incierto.

Ayer me visitó una dama, bebió vino conmigo y habló poco; palabras de mera urbanidad, cosas banales dijo. Aseó mi cuarto, puso orden en mis enseres, no quiso leer mis borradores y antes de partir se detuvo ante el cuadro y dijo: “Al del abrigo azul lo he asesinado”.

Dos lunas

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Construyó dos marcos ovalados de buen tamaño, mandó cortar sendos cristales según su medida y pidió que fueran prolijamente biselados. A uno lo hizo espejar para que copiara fielmente cuanto había enfrente. Todo lo armó y los puso juntos, frente a sí. Y vio que su propósito era cumplido: a través de uno de los cristales vio lo que había adelante, y en el reflejo del otro vio lo que había detrás. Todo a un tiempo y sin voltear su cabeza. Dentro del primer marco vio lo que sus ojos podían atrapar sin mediación, y dentro del otro se vio a sí mismo y también vio cuanto le había sido negado hasta entonces.

Así lo hizo en las habitaciones de su casa y en cuantos lugares solía frecuentar, tal que un par de marcos ovalados, uno con el cristal espejado y el otro no, poblaron desde entonces y para siempre su vida. Y su universo se duplicó y el horizonte lo rodeó en un círculo sin fin. Todos los misterios le fueron develados y fue, desde entonces, omnipresente, y por eso también omnisciente. Y aún –no lo sé de cierto- quizá omnipotente.

Cierto día, cuando Dios miró en dirección al mundo, lo vio. Lo vio mirando el universo todo sin que nada le fuera ignoto o vedado, sin que cosa alguna se ocultara a sus ojos. Esto vio Dios y supo que su tiempo era llegado. Dirigió entonces sus pasos hacia el hombre hasta alcanzarlo, se hincó a sus pies, besó su diestra e incorporándose le entregó su cetro y su manto. Por fin, enderezó sus pasos hacia un olivo añoso y se acostó a su sombra para descansar de sus fatigas. Ahí durmió y cuánto duró su sueño no se sabe.