¿A quién asesinaste, mujer?

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Es un cuadro habitado por dos hombres que caminan por un prado soleado, en cuyo fondo ves unas casitas con tejados rojos. Pintado al óleo y sin firma de autor, está colgado en mi cuarto, en la pared que enfrenta la ventana.

Uno de los hombres, el de la derecha, permanece siempre ahí, inmóvil, mudo, con expresión reflexiva, tal como lo pintó su autor. El otro, de rostro severo y ataviado con un abrigo azul, va y viene, unas veces lo veo en el cuadro junto a su compañero, otras veces no.

Suelo mirar el cuadro cuando permanezco en mi cuarto leyendo, escribiendo o simplemente sentado junto a mi perro, fumando. Y tal como te digo, algunas veces veo al del abrigo azul y otras veces no. El otro está ahí sin faltar nunca. Los miro y me pregunto cuál de los dos cumple el deseo del pintor, el que se queda o el que a veces se ausenta. No lo sé.

Pero sé (y no me preguntes, lector, cómo lo sé) que el que se queda siempre ahí piensa, siente, tiene ensoñaciones y anhelos que guarda para sí. A nadie le cuenta qué cosas pueblan su mente, qué deseos habitan su corazón, qué anhelos dan alas a sus sueños; en su silencio y parquedad hay algo inquietante, tanto como en el ir y venir de su compañero. Y algo más sé. Sé que él jamás piensa ni siente cuando su compañero lo acompaña, jamás. Su corazón late y su mente trabaja sólo en ausencia del otro.

El del abrigo azul (también lo sé de cierto) no tiene pensamientos, no está habitado por anhelos ni sentires. Él sólo deambula. Ahora está en la tela con su carnadura de óleos; luego, quizá, estará ausente, habrá partido hacia un lugar incierto.

Ayer me visitó una dama, bebió vino conmigo y habló poco; palabras de mera urbanidad, cosas banales dijo. Aseó mi cuarto, puso orden en mis enseres, no quiso leer mis borradores y antes de partir se detuvo ante el cuadro y dijo: “Al del abrigo azul lo he asesinado”.

Dos lunas

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Construyó dos marcos ovalados de buen tamaño, mandó cortar sendos cristales según su medida y pidió que fueran prolijamente biselados. A uno lo hizo espejar para que copiara fielmente cuanto había enfrente. Todo lo armó y los puso juntos, frente a sí. Y vio que su propósito era cumplido: a través de uno de los cristales vio lo que había adelante, y en el reflejo del otro vio lo que había detrás. Todo a un tiempo y sin voltear su cabeza. Dentro del primer marco vio lo que sus ojos podían atrapar sin mediación, y dentro del otro se vio a sí mismo y también vio cuanto le había sido negado hasta entonces.

Así lo hizo en las habitaciones de su casa y en cuantos lugares solía frecuentar, tal que un par de marcos ovalados, uno con el cristal espejado y el otro no, poblaron desde entonces y para siempre su vida. Y su universo se duplicó y el horizonte lo rodeó en un círculo sin fin. Todos los misterios le fueron develados y fue, desde entonces, omnipresente, y por eso también omnisciente. Y aún –no lo sé de cierto- quizá omnipotente.

Cierto día, cuando Dios miró en dirección al mundo, lo vio. Lo vio mirando el universo todo sin que nada le fuera ignoto o vedado, sin que cosa alguna se ocultara a sus ojos. Esto vio Dios y supo que su tiempo era llegado. Dirigió entonces sus pasos hacia el hombre hasta alcanzarlo, se hincó a sus pies, besó su diestra e incorporándose le entregó su cetro y su manto. Por fin, enderezó sus pasos hacia un olivo añoso y se acostó a su sombra para descansar de sus fatigas. Ahí durmió y cuánto duró su sueño no se sabe.