Jacinto, azul y el almanaque

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

En la vida de Jacinto cada jornada era igual a la siguiente. Ayer fue como es hoy y hoy es como será mañana. Si los días transcurrían con la inexorable secuencia de los números en el almanaque clavado en su cocina, si cada mes quitaba una hoja para mostrar el mes siguiente, ya nada mitigaba el agobio de su tránsito a lo largo de tantos días amarillos a los que seguían igual cantidad de noches blancas. Ya nada difería en su vida, ni el sol de la penumbra ni el caluroso verano del invierno inclemente. El corazón anciano de Jacinto latía sin pasión, sin alegría. Jacinto se moría cada día.

¿Qué hace que la vida sea finita?

¿Quién dispuso que el tiempo acabaría?
¿Porqué el final del camino siempre es gris
si fue de arco iris su primera lozanía?
Acaso el tiempo sin tiempo es de los dioses
acaso de la vida es nuestra su agonía.
Ignoro porqué vine

ignoro el destino de mis azules días.
¿Cómo saber si aquel Jacinto gris es de mi casa
o si hay modo de eludir su alegoría?

Cierta vez, observando en la plaza el revolotear de los pájaros sobre la copa de un paraíso añoso, imaginó cuan distinta sería su vida si él también pudiera volar como aquellas aves. Sin advertirlo, como un sino irresistible, sus ojos siempre pardos se tornaron azules y sus labios viejos se sonrojaron y describieron una tenue sonrisa. Siguió el vuelo con su mirada nueva, hasta que pasando de rama en rama y de un árbol a otro, las aves desaparecieron de su vista. Pero feliz con su ilusión de niño Jacinto siguió viendo a los pájaros en sueños de vigilia. Jugaban unos con otros entrechocando sus picos, piando o gorjeando y haciendo gran algarabía entre todos. Y en medio Jacinto que volaba. Sin alas, pero sin pesares, sin el agobio de los días grises. Su corazón alado no cesaba de jugar entre gorriones, palomas y torcazas. Su cuerpo era leve, vestido con su piel y adornado por haces de luz que irrumpían desde el follaje verde de los árboles. Jacinto renacía de entre las cenizas acumuladas en su tránsito por el camino sin retorno de la vida. Todo era luz, color, levedad sin forma y sin destino.

Cuando la sangre no se ve
aun es roja.
Acaso el tiempo anida en el presente
en la quietud azul
de mi ilusión frustrada
acaso mi niñez esté caliente
sin tiempo ni reproche.
Lo que ignoro está
tras el recodo ausente
y lo que creo saber
es falso y no hay mañana.
Cuando la luz es sombra
y nadie llama
cuando siempre es hoy
cuando sea banal lo que asombra
entonces será el día
sin mañana.
Será la plenitud
la paz
la calma.


Cuando Jacinto quiso mirar atrás no encontró nada. No vio el almanaque. No vio su agonía. Ni la gris aspereza de sus frustrados días. Tampoco su memoria existía.

Y allí en el parque donde los pájaros aun revoloteaban sobre las copas de los árboles añosos, al pie del paraíso yacía el cuerpo inerte de un anciano. “Murió de hambre” decían unos al mirarlo, “estaba enfermo” opinaron otros desde lejos. Un niño se acercó para mirarlo: “aquí no hay nadie”, dijo, y fue a reunirse con otros de su edad en el arenero azul que lo aguardaba a la vera del camino.

De Último Testamento, Dermarte, Buenos Aires 2000.
© Del autor.