El silencio de Jacinto

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Uno

Jamás se supo si fue día o noche cuando nació. Si el sol entibiaba la jornada o si la lluvia mojaba el pastizal. Si la luz de la luna bendecía el claro del monte o si la negra boca del cielo ausente cegaba la esperanza. No se supo jamás qué signo precedería sus pasos por la vida.

Por eso Jacinto guardó las palabras en su alforja vacía y enderezó sus pasos por la vida en dirección al viento. Siempre hacia el viento, porfiadamente, no importa si helaba su rostro en el amanecer sin sol o si castigaba sus ojos con las cenizas que los muertos habían devuelto a la tierra. En su incesante andar recorrió caminos y esperanzas, montañas y llanuras. Y jamás dijo con voces sus sueños y agonías.

Y así se deslizó por la pendiente de su vida, con la palabra ausente, en dirección al viento. No supo si nació de día. No supo si lo abrigó la noche en su venida.

Me contaron las chusmas que cierta vez recorriendo los caminos de la vida encontró Jacinto un avecilla caída, lastimada en su ala por la bala de un arma. Recogió al pájaro y curó su herida. Y también me dijeron que ese día por única vez habló Jacinto. Fue con el ave después de ser sanada su herida. Qué le dijo el pájaro al hombre no se supo. Tampoco lo que el pájaro oyó en ese día.

Dos

Qué cosa hizo Jacinto en su vida nadie lo sabía. Cuáles fueron sus sueños, cuál su esperanza y su ilusión tardía. Qué fue lo que calló también era ignorado. Con nadie habló de tales cosas y dicen que sólo el ave herida conoció su voz y vio su corazón latir, caliente, remontar el aliento de su palabra ausente.

Sabía que pronto partiría su nave hacia el poniente. Que el viento que acompañó sus días se alojaría en las velas, en aras de saber si su arribo al mundo fue de noche o si la luz del sol le dio la bienvenida. Sólo después del viaje lo sabría.

Tres

Tal como arribó del horizonte ignoto, partió la nave con Jacinto a bordo hacia la muerte, luminosa u oscura no sabía. Y sin tormentas, sin oleajes, llevado por la brisa tibia del verano pronto, llegó la nave a costas perfumadas, floridas por doquier, con frutos abundantes a mano de los habitantes hermosos todos ellos, desnudos e iluminados sus cuerpos desde adentro. El silencio adornado con música ligera, con risas y alegrías y el espacio colmado con aves sin heridas. Desembarcó sonriente y una dama hermosa como ninguna guió sus pasos hacia la portería. Preguntó por las flores, las aves y los frutos y le fue dicho que esos eran ornamentos de la bienvenida. Supo que había arribado al Cielo y que desde entonces ese sería el lugar de su eternidad sin días. Hasta la puerta llegaba el ornamento. El resto era ordinario, tal como él lo había visto antes de su partida. Atravesó la puerta sin portero y vio cómo era todo. Las calles y sus ruidos, las gentes y sus casas. El viento, los ropajes, el sol y las fatigas. Vio todo semejante a sus días sin palabras, cuando aún no había abordado la nave.

Cuatro

Recorrió las calles cuesta arriba y luego cuesta abajo. Vio al labriego trabajar la tierra y al artesano tejer los mantos para abrigo. Los niños anhelaban ser adultos y los adultos detener el tiempo, vio que las damas cubrían sus pudores y los varones las cortejaban con diferente suerte cada uno. Pudo saber que era la luz de día y que la noche empañaba el espejo, que era frío y calor, que era risa y llanto. Era amor y desdén lo que cantaba el poeta, reptil y alado, trabajo, fatiga, satisfacción y tedio. Todo era así en el cielo encontrado, como había sido en sus días de silencio porfiado.

¿Cómo era distinto Esto de aquello? ¿Cuál diferencia había en lo hallado? ¿Por qué le llaman Cielo a este estado si aquí hay llanto y fatiga y por momentos el camino está enlodado? Quiso encontrar respuesta y la halló al pronto cuando un ave reposó en su hombro. Tenía una cicatriz sobre su ala y una majestad distinta a todo.

No se sabe qué fue lo acontecido. No se sabe si hablaron o qué ha sido. Pero las chusmas me dijeron que en ese mismo instante comprendió Jacinto que aquel Territorio no era el mismo. Que no era azul ni carmín ni arcoiris. Que tan solo una cosa era diversa en ese Reino. Allí no había dinero. Después había el resto.

De Último Testamento, Dermarte, Buenos Aires 2000.
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