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Por eso, en los raros días de calma él y su sombra eran uno. Sólo él era visible, su sombra no. Esta parecía haberse metido en las entrañas del hombre para darle un poco de sosiego, un tiempo de descanso.
Al mediodía, por ejemplo, cuando las gentes deambulaban pisando la mísera sombra que había bajo su carnadura, él andaba con su umbrosa compañera ora a izquierda, ora a derecha, atrás o adelante, más o menos luenga, según fuera la dirección y la fuerza del viento. Y en las pocas tardes de calma chicha, cuando todos proyectaban en el suelo unas sombras de parecida longitud, semejando un universo de seres paralelos, él andaba solo, quizá con la sombra metida en su pellejo, quizá sin ella, no lo sé.
Un día, no hace muchos meses, partió con rumbo desconocido. A nadie dijo por qué partía de ese suelo que le había visto nacer y crecer, no dijo a dónde iba, tampoco si regresaría. Simplemente partió, quizá en la oscuridad de la noche para que no lo vieran. Y desde entonces ningún viento sopla en esos parajes, ni la más breve brisa acaricia los rostros de sus habitantes. Él se fue y se llevó el viento consigo. También, seguramente, su sombra.